miércoles, 3 de noviembre de 2010 | By: Oberón/Kendo

Tic-tac, tic-tac...

Jimmy era uno de tantos chicos huérfanos que poblaban el Londres del siglo XVIII. Abandonado por sus padres en una modesta casa de caridad nada más nacer, no tuvo demasiada educación a lo largo de su infancia, abandonando el centro a unos tiernos catorce años. Fue entonces cuando realmente aprendió lo que le iba a valer en la jungla de la ciudad, una ciudad de callejones, niebla y de contrastes entre el rico y el pobre.


La picaresca y la agilidad se convirtieron, de esta forma, en sus principales bazas para sobrevivir un día más. Comida, agua o carteras de nobles londinenses, todo valía con tal de tener algo que llevarse a la boca. No le iba mal, e incluso, de vez en cuando, podía permitirse algún nimio capricho sin derrochar demasiado. Tenía que convivir con más personas de todas las edades debajo de un puente al lado del río Támesis, su particular habitación, por llamarlo de alguna forma...


Y lo más gracioso de todo era que, aún conviviendo con más personas, nadie conocía su secreta afición, u obsesión si se miraba de otra forma: Jimmy sentía una extraña e imperiosa atracción por los objetos brillantes, tanto era así que, en ocasiones, era el objeto brillante el birlado y no lo realmente necesario. Pero curioso era también que, una vez lo tenía entre las manos y se deleitaba con él, se cansaba, se arrepentía y se veía obligado a venderlo. Esto sucedía con todo lo que a sus manos llegaba "de forma accidental", como afanaba en explicarse si le cogían con las manos en la masa.


Pero los que más le costaban, sin duda, eran los relojes. Para esos tardaba días, especialmente para esos pequeños relojes de bolsillo brillantes y perfectamente limpios, con su constante "tic-tac" haciendo de melodía para el pequeño niño. Jimmy era capaz de estarse horas observando un reloj, preguntándose, de forma casi absurda, si se podría robar el tiempo, al fin y al cabo siempre estaba ahi, ¿no? Nunca se marchaba, y Jimmy intentó en muchas ocasiones contarlo para darle un cerco, pero cuando pensaba en el mero hecho de contar, ya se le habían ido varios segundos que no había contado, volviéndose prácticamente imposible.


En una de esas  tardes en las que el joven ratero contemplaba el río agazapado sobre sus propias rodillas, algo extraño e inverosímil sucedió. No lo vio del todo, absorto en sus pensamientos, pero sí escuchó, y claramente además, como algo caía al río. Alzó la vista en décimas de segundo, el tiempo justo para observar un tenue brillo que se perdió en las profundas aguas. Después, todo sucedió muy rápido: Alzó sus chisposos ojos para intentar ver a quién lo había tirado sin éxito alguno para, después, dejar que su afición hiciera el resto.


Se  lanzó al agua sin pensarlo, buceando con toda la fuerza que sus pequeñas piernas le permitían. Le costaba ver a través del agua, bastante sucia, pero al cabo de unos pocos minutos vislumbró el objeto, que se hundía sin remisión en busca del descanso del fondo.. No le concedió Jimmy tal deseo, adelantándose a él y cogiéndole, saliendo del río pocos segundos después, calado hasta los huesos y con todas las papeletas de coger una pulmonía. No le importó estar tiritando, y ni siquiera el frío londinense borró la sonrisa producida por una nueva adquisición. El reloj era de un extraño color dorado, extraña,ente brillante para haberse caído al agua, y el constante "tic-tac" le indicaba que funcionaba a la perfección. No comprendió el joven por qué lo habían tirado, pero tampoco era de mirarle los dientes al caballo regalado, como se solía decir...


Se aproximó a la pequeña fogata de debajo del puente para calentarse y, agazapado de nuevo al lado del fuego, abrió el reloj. Los ronquidos de sus "compañeros" (porque con más de uno había tenido sus disputas", le impedían escuchar con claridad, pero las manillas moviéndose cuando lo abrió le indicaban que no había sido cosa de su imaginación...


Sin embargo, no estaba puesto a la hora indicada. Rondaban las siete de la tarde, y según el reloj marcaban las doce en punto. Fue en ese momento cuando un  hombre a su lado llamado Ray se levantó. Apestaba a licor, y pronto reparó en el objeto que Jimmy tenía en las manos:


-¡Pequeño bribón! ¿Sabes que me debes dos mendrugos de pan...? Si me das eso me daré por contento, va. -Su renqueante voz indicaba que aún le duraba la borrachera de la mañana,y  Jimmy ocultó con recelo el reloj.


-Este es mío, viejo. Te pagaré, pero no con esto... Además, seré un niño, pero no idiota. -¿Dos mendrugos de pan por un reloj tan peculiar? No le parecía nada factible, por no decir que era un absoluto timo.


Refunfuñando, Ray se levantó con intención de limpiar una de sus andrajosas camisas (o, al menos, darle un poco de agua para que no oliese tan mal). Era con el que peor se llevaba, sin lugar a dudas, y ninguno de los dos se molestaba en ocultarlo demasiado, aunque la ley de la calle les obligaba a ayudarse si la situación era extrema.


Volviendo a su tarea, Jimmy analizó los dos botoncitos que descansaban en la parte superior del reloj. Identificó el que tenía que pulsar para mover las manecillas y, sin más dilación, lo pulsó...


Fue entonces cuando sucedió lo inimaginable. Jimmy ni se habría dado cuenta de no ser por el fuego. Algo que siempre estaba en constante movimiento se había detenido, como congelado, en el momento. No había movimiento alguno de las llamas, así como tampoco del resto de cosas. Las moscas se habían detenido en su vuelo, las gentes que paseaban por encima del puente también, incluso Ray.
Jimmy lo observó, con la camisa mojada entre sus manos, anodadado al ver como las gotas de agua que resbalaban de la tela permanecían suspendidas en el aire.


No pudo evitarlo. Una vez comprendió que había parado el tiempo, no pudo evitar gastarle una jugarreta. Él se podía mover, a diferencia del resto, y lo aprovechó de la mejor forma que un niño podría pensar. Se acercó al bebido vagabundo y le arrebato la camisa de las manos. Pequeñas gotas salieron resbaladas de la prenda y se suspendieron de nuevo en el aire en lo que él dejaba la camisa un par de centímetros encima de su cabeza. La soltó y la camisa se mantuvo en suspensión, totalmente congelada en el tiempo. Jimmy contuvo una carcajada y volvió a su posición, observando el extraño y ahora mágico reloj. 


Pulsó el botón más pequeño, el que no había pulsado antes, y Jimmy dio en el clavo. Todo volvió a la normalidad, y lo primero que se escuchó fue el iracundo rugido de Ray. Todos se levantaron para contemplar la empapada cabeza del hombre, usando una camisa empapada de capucha... Pero fueron los ojos de Jimmy los que buscó entre tanta carcajada:


-¡Tú! ¡Has sido tú, granuja. Como te coja te dejaré más en los huesos de los que estás, enano! -Avanzó hacia él a largas zancadas, pero Jimmy era más rápido y, tras burlarse de él sacándole la lengua, se escabulló por la salida del puente y se perdió entre los callejones con el reloj bien sujeto. Su trasero fue a parar a una pequeña casa abandonada no muchas calles más allá, un lugar al que entraba por la ventana del segundo piso, encaramándose primero a un árbol.


Fue allí donde comenzó su aventura. Jimmy nunca había tenido nada, y con el extraño poder que había encontrado tenía la posibilidad de obtener todo aquello que, por lo que él era, se le negaba. Así, todas las tardes Jimmy salía a pasear, y cuando algo se le antojaba, detenía el tiempo y se lo llevaba, reanudándolo en cuanto había desaparecido de la escena. El primer blanco fue ropa nueva, después, montones de comida en conserva y bebidas de todo tipo (menos alcohólicas, las probó una vez y casi se muere), sin obviar, por supuesto, los dulces y bombones. La casa abandonada se convirtió en su alijo personal, y no sabía qué era lo que le resultaba más gracioso, si el tenerlo todo o el pasear y escuchar los murmullos que se extendían.


Las denuncias por robo aumentaron exponencialmente en el transcurso de esas semanas, y en todas aparecía un niño de mirada chisposa y cabello rubio y revoltoso que se paseaba con una gran sonrisa. La policía no tenía más pista, y se dispuso  a patrullar las calles de forma más intensa para intentar interrogarle.


Y, de hecho, casi lo consiguieron. Tras su último golpe a una tienda de bombones, ya habiendo vuelto a la normalidad a la ciudad, se encontró con la policía de bruces. Jimmy empalideció y su sonrisa se borró cuando, al instante, los hombres hicieron sonar su silbato y comenzaron a perseguirle. La persecución resultó tan excitante como aterradora, y es que, pese a que él era más rápido, ellos eran más y podían acotarle las vías de escape. No fue hasta el último momento, cuando se vio entre los brazos de uno de los policías, cuando accionó el botón y se detuvo el tiempo. Faltó nada, un segundo, para haber perdido el reloj de entre sus manos y haber dado con sus huesos en la cárcel.


Salió de la escena tan rápido como pudo y esta vez, para evitar disgustos, no volvió a accionar al reloj. Alcanzó su alijo en apenas minutos, asegurándose de llevar su particular botín en el bolsillo de su cara chaqueta. Una vez seguro se sentó al lado de una de las bolsas de dulces y contempló el reloj. Hizo lo mismo de siempre, sin variación alguna, y accionó el botón que volvería a dejar la ciudad como tenía que estar.


No sucedió nada. Lo supo por la falta absoluta de ruido en las calles. Volvió a accionar el botón, una, dos y hasta cinco veces, todas sin éxito alguno. Su corazón comenzó a bombear más rápido atenazado por el miedo y la inseguridad, y contempló con cara de idiota el reloj. Las manecillas no se movían, y el "tic-tac" había cesado.


"Se ha roto". Fue la única conclusión a la que pudo llegar tras haber superado el shock. Lo que Jimmy no comprendió hasta más tarde era que toda Londres, y quizá el mundo, se había detenido en el tiempo. Tragó saliva. "Bueno, podrá arreglarlo un relojero", fue su siguiente pensamiento, pero pronto fue borrado por la cruda realidad: El relojero, como todas las personas, estaba detenido, suspendido en la falta del tiempo, y por lo tanto no podía arreglarlo.


Jimmy salió lo más rápido que sus pies le permitián, esperando ver algún tipo de movimiento. No hubo nada, y sus pies terminaron por llevarle a la relojería, convencido de que, o lo arreglaba él, o no había solución alguna. Cogió todas las herramientas que en la tienda habían sin tener demasiado idea, y se las llevó a su alijo, donde depositó el reloj en el suelo, a un par de centímetros de él. Lo observó como si fuese la primera vez, recordando lo que había significado para sus expectativas personales, todo lo que había conseguido gracias al mágico artilugio. Le daba miedo destaparlo, pero no le quedó otra. Le dio la vuelta y se deshizo de la tapa, dejando ver el complicado mecanismo que lo ponía en marcha, totalmente detenido.


Nada más verlo Jimmy supo que no iba a poder arreglarlo, es más, ni siquiera sabía qué estaba roto, puesto que nunca había visto uno por dentro. La congoja atenazó su garganta como si de una férrea mano se tratara, y sus ojos se humedecieron ante las perspectivas que su juvenil mente barajaba: ¿Se había quedado solo en el mundo? ¿Se vería obligado a vagar sin tiempo alguno hasta el fin de sus días? ¿Nunca, jamás, se relacionaría con nadie...?


Esa última pregunta fue la que pasó por su mente antes de que esta colapsara, dándose cuenta de algo tan simple, tan mundano, que le sentó como una patada en el estómago: Tenía de todo, tenía todo aquello que siempre había deseado y que únicamente había podido mirar como otros lo tenían... Pero no tenía a quién contárselo ni con quién compartirlo, ni siquiera tenía a quién robar o gastar una jugarreta. No habían chicas que le mirasen, no habían indigentes que le prestasen unos papeles de periódico, por haber, no había ni un Ray con el cual discutir...


Estaba solo, más solo que nunca en su vida, y ninguna de las cosas que había robado le iban a dar una conversación, una caricia o un abrazo si lo necesitaba.


El llanto de Jimmy duró varias horas, y nadie lo escuchó, nadie escuchó al joven llorar hasta dejarse la garganta. El miedo se convirtió en tristeza, la tristeza se mezcló con la pena y la amargura, y ambas  fueron encumbradas por el dolor de la soledad, y todo, absolutamente todo, se convirtió en ira, en odio, un odio hacia sí mismo que pagó con lo que más a mano tenía delante: El reloj.


Sin pensar siquiera, con el rostro enrojecido por las lágrimas derramadas, lanzó el reloj contra la pared, dejando que este se hiciera pedazos con sonoro estrépito. Las piezas cayeron, resonando como pequeñas gotas de lluvia resuenan contra el techo, un sonido que se vio enturbiado por la roncosa voz del joven:


-¡Me has arruinado la vida! ¡Por tu culpa, todo es por tu culpa! ¿Por qué tuviste que estropearte, eh, por qué? -Preguntó, movido más por la irracionalidad, intentando evadir un hecho tan simple como poderoso: La culpa de todo era suya. Para cuando lo aceptó se volvió a derrumbar, y ya sin fuerza en la garganta lloró en silencio, dejando fluir todo aquello que se había guardado. -Yo solo quiero que vuelva a ser como antes... No quiero dulces, no quiero joyas, no quiero nada, solo... Al mundo.


Algo extraño sucedió tras unos segundos. Las piezas del reloj comenzaron a flotar y a girar. En apenas segundos unos giros visibles se convirtieron en un torbellino que comenzaba a iluminarse, ganando en potencia. La luz se tornó cegadora, y Jimmy se vio obligado a cerrar los ojos, perdiéndose el mágico espectáculo: El reloj se estaba reparando solo. Las piezas se amoldaron y el tic-tac volvió a escuchar mucho más potente que antes. La luz pareció envolver la habitación entera, la ciudad, el mundo, el universo...


Jimmy abrió los ojos, y éstos se encontraron con las profundas aguas del río Támesis. Se encontraba sentado en la orilla, encogido sobre sí mismo. Parecían las siete de la tarde, y los ronquidos de sus "compañeros de habitación", se hacían perfectamente audibles por encima del crepitar de las llamas. Agitó la cabeza y frunció el ceño, quitándose la particular morriña del después de despertarte. Se desperezó como un gato mientras se levantaba, algo confundido:


-Qué sueño más extraño... -Musitó para sí mismo, llevándose las manos a los bolsillos de su raída chaqueta, intentando resguardarlas del frío. Fue entonces cuando notó la textura de una bolsa. Extrañado, comenzó a palpar, estando totalmente seguro de que antes no había absolutamente nada. Sacó el extraño objeto y lo analizó durante dos escasos segundos, no hicieron falta más.


Era una bolsa de bombones.


Jimmy, únicamente, se limitó a sonreir.