miércoles, 3 de noviembre de 2010 | By: Oberón/Kendo

Tic-tac, tic-tac...

Jimmy era uno de tantos chicos huérfanos que poblaban el Londres del siglo XVIII. Abandonado por sus padres en una modesta casa de caridad nada más nacer, no tuvo demasiada educación a lo largo de su infancia, abandonando el centro a unos tiernos catorce años. Fue entonces cuando realmente aprendió lo que le iba a valer en la jungla de la ciudad, una ciudad de callejones, niebla y de contrastes entre el rico y el pobre.


La picaresca y la agilidad se convirtieron, de esta forma, en sus principales bazas para sobrevivir un día más. Comida, agua o carteras de nobles londinenses, todo valía con tal de tener algo que llevarse a la boca. No le iba mal, e incluso, de vez en cuando, podía permitirse algún nimio capricho sin derrochar demasiado. Tenía que convivir con más personas de todas las edades debajo de un puente al lado del río Támesis, su particular habitación, por llamarlo de alguna forma...


Y lo más gracioso de todo era que, aún conviviendo con más personas, nadie conocía su secreta afición, u obsesión si se miraba de otra forma: Jimmy sentía una extraña e imperiosa atracción por los objetos brillantes, tanto era así que, en ocasiones, era el objeto brillante el birlado y no lo realmente necesario. Pero curioso era también que, una vez lo tenía entre las manos y se deleitaba con él, se cansaba, se arrepentía y se veía obligado a venderlo. Esto sucedía con todo lo que a sus manos llegaba "de forma accidental", como afanaba en explicarse si le cogían con las manos en la masa.


Pero los que más le costaban, sin duda, eran los relojes. Para esos tardaba días, especialmente para esos pequeños relojes de bolsillo brillantes y perfectamente limpios, con su constante "tic-tac" haciendo de melodía para el pequeño niño. Jimmy era capaz de estarse horas observando un reloj, preguntándose, de forma casi absurda, si se podría robar el tiempo, al fin y al cabo siempre estaba ahi, ¿no? Nunca se marchaba, y Jimmy intentó en muchas ocasiones contarlo para darle un cerco, pero cuando pensaba en el mero hecho de contar, ya se le habían ido varios segundos que no había contado, volviéndose prácticamente imposible.


En una de esas  tardes en las que el joven ratero contemplaba el río agazapado sobre sus propias rodillas, algo extraño e inverosímil sucedió. No lo vio del todo, absorto en sus pensamientos, pero sí escuchó, y claramente además, como algo caía al río. Alzó la vista en décimas de segundo, el tiempo justo para observar un tenue brillo que se perdió en las profundas aguas. Después, todo sucedió muy rápido: Alzó sus chisposos ojos para intentar ver a quién lo había tirado sin éxito alguno para, después, dejar que su afición hiciera el resto.


Se  lanzó al agua sin pensarlo, buceando con toda la fuerza que sus pequeñas piernas le permitían. Le costaba ver a través del agua, bastante sucia, pero al cabo de unos pocos minutos vislumbró el objeto, que se hundía sin remisión en busca del descanso del fondo.. No le concedió Jimmy tal deseo, adelantándose a él y cogiéndole, saliendo del río pocos segundos después, calado hasta los huesos y con todas las papeletas de coger una pulmonía. No le importó estar tiritando, y ni siquiera el frío londinense borró la sonrisa producida por una nueva adquisición. El reloj era de un extraño color dorado, extraña,ente brillante para haberse caído al agua, y el constante "tic-tac" le indicaba que funcionaba a la perfección. No comprendió el joven por qué lo habían tirado, pero tampoco era de mirarle los dientes al caballo regalado, como se solía decir...


Se aproximó a la pequeña fogata de debajo del puente para calentarse y, agazapado de nuevo al lado del fuego, abrió el reloj. Los ronquidos de sus "compañeros" (porque con más de uno había tenido sus disputas", le impedían escuchar con claridad, pero las manillas moviéndose cuando lo abrió le indicaban que no había sido cosa de su imaginación...


Sin embargo, no estaba puesto a la hora indicada. Rondaban las siete de la tarde, y según el reloj marcaban las doce en punto. Fue en ese momento cuando un  hombre a su lado llamado Ray se levantó. Apestaba a licor, y pronto reparó en el objeto que Jimmy tenía en las manos:


-¡Pequeño bribón! ¿Sabes que me debes dos mendrugos de pan...? Si me das eso me daré por contento, va. -Su renqueante voz indicaba que aún le duraba la borrachera de la mañana,y  Jimmy ocultó con recelo el reloj.


-Este es mío, viejo. Te pagaré, pero no con esto... Además, seré un niño, pero no idiota. -¿Dos mendrugos de pan por un reloj tan peculiar? No le parecía nada factible, por no decir que era un absoluto timo.


Refunfuñando, Ray se levantó con intención de limpiar una de sus andrajosas camisas (o, al menos, darle un poco de agua para que no oliese tan mal). Era con el que peor se llevaba, sin lugar a dudas, y ninguno de los dos se molestaba en ocultarlo demasiado, aunque la ley de la calle les obligaba a ayudarse si la situación era extrema.


Volviendo a su tarea, Jimmy analizó los dos botoncitos que descansaban en la parte superior del reloj. Identificó el que tenía que pulsar para mover las manecillas y, sin más dilación, lo pulsó...


Fue entonces cuando sucedió lo inimaginable. Jimmy ni se habría dado cuenta de no ser por el fuego. Algo que siempre estaba en constante movimiento se había detenido, como congelado, en el momento. No había movimiento alguno de las llamas, así como tampoco del resto de cosas. Las moscas se habían detenido en su vuelo, las gentes que paseaban por encima del puente también, incluso Ray.
Jimmy lo observó, con la camisa mojada entre sus manos, anodadado al ver como las gotas de agua que resbalaban de la tela permanecían suspendidas en el aire.


No pudo evitarlo. Una vez comprendió que había parado el tiempo, no pudo evitar gastarle una jugarreta. Él se podía mover, a diferencia del resto, y lo aprovechó de la mejor forma que un niño podría pensar. Se acercó al bebido vagabundo y le arrebato la camisa de las manos. Pequeñas gotas salieron resbaladas de la prenda y se suspendieron de nuevo en el aire en lo que él dejaba la camisa un par de centímetros encima de su cabeza. La soltó y la camisa se mantuvo en suspensión, totalmente congelada en el tiempo. Jimmy contuvo una carcajada y volvió a su posición, observando el extraño y ahora mágico reloj. 


Pulsó el botón más pequeño, el que no había pulsado antes, y Jimmy dio en el clavo. Todo volvió a la normalidad, y lo primero que se escuchó fue el iracundo rugido de Ray. Todos se levantaron para contemplar la empapada cabeza del hombre, usando una camisa empapada de capucha... Pero fueron los ojos de Jimmy los que buscó entre tanta carcajada:


-¡Tú! ¡Has sido tú, granuja. Como te coja te dejaré más en los huesos de los que estás, enano! -Avanzó hacia él a largas zancadas, pero Jimmy era más rápido y, tras burlarse de él sacándole la lengua, se escabulló por la salida del puente y se perdió entre los callejones con el reloj bien sujeto. Su trasero fue a parar a una pequeña casa abandonada no muchas calles más allá, un lugar al que entraba por la ventana del segundo piso, encaramándose primero a un árbol.


Fue allí donde comenzó su aventura. Jimmy nunca había tenido nada, y con el extraño poder que había encontrado tenía la posibilidad de obtener todo aquello que, por lo que él era, se le negaba. Así, todas las tardes Jimmy salía a pasear, y cuando algo se le antojaba, detenía el tiempo y se lo llevaba, reanudándolo en cuanto había desaparecido de la escena. El primer blanco fue ropa nueva, después, montones de comida en conserva y bebidas de todo tipo (menos alcohólicas, las probó una vez y casi se muere), sin obviar, por supuesto, los dulces y bombones. La casa abandonada se convirtió en su alijo personal, y no sabía qué era lo que le resultaba más gracioso, si el tenerlo todo o el pasear y escuchar los murmullos que se extendían.


Las denuncias por robo aumentaron exponencialmente en el transcurso de esas semanas, y en todas aparecía un niño de mirada chisposa y cabello rubio y revoltoso que se paseaba con una gran sonrisa. La policía no tenía más pista, y se dispuso  a patrullar las calles de forma más intensa para intentar interrogarle.


Y, de hecho, casi lo consiguieron. Tras su último golpe a una tienda de bombones, ya habiendo vuelto a la normalidad a la ciudad, se encontró con la policía de bruces. Jimmy empalideció y su sonrisa se borró cuando, al instante, los hombres hicieron sonar su silbato y comenzaron a perseguirle. La persecución resultó tan excitante como aterradora, y es que, pese a que él era más rápido, ellos eran más y podían acotarle las vías de escape. No fue hasta el último momento, cuando se vio entre los brazos de uno de los policías, cuando accionó el botón y se detuvo el tiempo. Faltó nada, un segundo, para haber perdido el reloj de entre sus manos y haber dado con sus huesos en la cárcel.


Salió de la escena tan rápido como pudo y esta vez, para evitar disgustos, no volvió a accionar al reloj. Alcanzó su alijo en apenas minutos, asegurándose de llevar su particular botín en el bolsillo de su cara chaqueta. Una vez seguro se sentó al lado de una de las bolsas de dulces y contempló el reloj. Hizo lo mismo de siempre, sin variación alguna, y accionó el botón que volvería a dejar la ciudad como tenía que estar.


No sucedió nada. Lo supo por la falta absoluta de ruido en las calles. Volvió a accionar el botón, una, dos y hasta cinco veces, todas sin éxito alguno. Su corazón comenzó a bombear más rápido atenazado por el miedo y la inseguridad, y contempló con cara de idiota el reloj. Las manecillas no se movían, y el "tic-tac" había cesado.


"Se ha roto". Fue la única conclusión a la que pudo llegar tras haber superado el shock. Lo que Jimmy no comprendió hasta más tarde era que toda Londres, y quizá el mundo, se había detenido en el tiempo. Tragó saliva. "Bueno, podrá arreglarlo un relojero", fue su siguiente pensamiento, pero pronto fue borrado por la cruda realidad: El relojero, como todas las personas, estaba detenido, suspendido en la falta del tiempo, y por lo tanto no podía arreglarlo.


Jimmy salió lo más rápido que sus pies le permitián, esperando ver algún tipo de movimiento. No hubo nada, y sus pies terminaron por llevarle a la relojería, convencido de que, o lo arreglaba él, o no había solución alguna. Cogió todas las herramientas que en la tienda habían sin tener demasiado idea, y se las llevó a su alijo, donde depositó el reloj en el suelo, a un par de centímetros de él. Lo observó como si fuese la primera vez, recordando lo que había significado para sus expectativas personales, todo lo que había conseguido gracias al mágico artilugio. Le daba miedo destaparlo, pero no le quedó otra. Le dio la vuelta y se deshizo de la tapa, dejando ver el complicado mecanismo que lo ponía en marcha, totalmente detenido.


Nada más verlo Jimmy supo que no iba a poder arreglarlo, es más, ni siquiera sabía qué estaba roto, puesto que nunca había visto uno por dentro. La congoja atenazó su garganta como si de una férrea mano se tratara, y sus ojos se humedecieron ante las perspectivas que su juvenil mente barajaba: ¿Se había quedado solo en el mundo? ¿Se vería obligado a vagar sin tiempo alguno hasta el fin de sus días? ¿Nunca, jamás, se relacionaría con nadie...?


Esa última pregunta fue la que pasó por su mente antes de que esta colapsara, dándose cuenta de algo tan simple, tan mundano, que le sentó como una patada en el estómago: Tenía de todo, tenía todo aquello que siempre había deseado y que únicamente había podido mirar como otros lo tenían... Pero no tenía a quién contárselo ni con quién compartirlo, ni siquiera tenía a quién robar o gastar una jugarreta. No habían chicas que le mirasen, no habían indigentes que le prestasen unos papeles de periódico, por haber, no había ni un Ray con el cual discutir...


Estaba solo, más solo que nunca en su vida, y ninguna de las cosas que había robado le iban a dar una conversación, una caricia o un abrazo si lo necesitaba.


El llanto de Jimmy duró varias horas, y nadie lo escuchó, nadie escuchó al joven llorar hasta dejarse la garganta. El miedo se convirtió en tristeza, la tristeza se mezcló con la pena y la amargura, y ambas  fueron encumbradas por el dolor de la soledad, y todo, absolutamente todo, se convirtió en ira, en odio, un odio hacia sí mismo que pagó con lo que más a mano tenía delante: El reloj.


Sin pensar siquiera, con el rostro enrojecido por las lágrimas derramadas, lanzó el reloj contra la pared, dejando que este se hiciera pedazos con sonoro estrépito. Las piezas cayeron, resonando como pequeñas gotas de lluvia resuenan contra el techo, un sonido que se vio enturbiado por la roncosa voz del joven:


-¡Me has arruinado la vida! ¡Por tu culpa, todo es por tu culpa! ¿Por qué tuviste que estropearte, eh, por qué? -Preguntó, movido más por la irracionalidad, intentando evadir un hecho tan simple como poderoso: La culpa de todo era suya. Para cuando lo aceptó se volvió a derrumbar, y ya sin fuerza en la garganta lloró en silencio, dejando fluir todo aquello que se había guardado. -Yo solo quiero que vuelva a ser como antes... No quiero dulces, no quiero joyas, no quiero nada, solo... Al mundo.


Algo extraño sucedió tras unos segundos. Las piezas del reloj comenzaron a flotar y a girar. En apenas segundos unos giros visibles se convirtieron en un torbellino que comenzaba a iluminarse, ganando en potencia. La luz se tornó cegadora, y Jimmy se vio obligado a cerrar los ojos, perdiéndose el mágico espectáculo: El reloj se estaba reparando solo. Las piezas se amoldaron y el tic-tac volvió a escuchar mucho más potente que antes. La luz pareció envolver la habitación entera, la ciudad, el mundo, el universo...


Jimmy abrió los ojos, y éstos se encontraron con las profundas aguas del río Támesis. Se encontraba sentado en la orilla, encogido sobre sí mismo. Parecían las siete de la tarde, y los ronquidos de sus "compañeros de habitación", se hacían perfectamente audibles por encima del crepitar de las llamas. Agitó la cabeza y frunció el ceño, quitándose la particular morriña del después de despertarte. Se desperezó como un gato mientras se levantaba, algo confundido:


-Qué sueño más extraño... -Musitó para sí mismo, llevándose las manos a los bolsillos de su raída chaqueta, intentando resguardarlas del frío. Fue entonces cuando notó la textura de una bolsa. Extrañado, comenzó a palpar, estando totalmente seguro de que antes no había absolutamente nada. Sacó el extraño objeto y lo analizó durante dos escasos segundos, no hicieron falta más.


Era una bolsa de bombones.


Jimmy, únicamente, se limitó a sonreir.

domingo, 24 de octubre de 2010 | By: Oberón/Kendo

Problemas con los comentarios (Resuelto)

Parece que esto de ser novato pasa factura y hasta hoy no me he dado cuenta que en el último cambio de plantillas fastidié la posibilidad de dejar comentarios. No creo que mucha gente me haya leído y haya querido comentar, pero si ha sido el caso, lo lamento por aquellos que no hayan podido. Ya está resuelto (gracias, Titania), así que nada, seguiré contando historias y navegando por esta Blogesfera, a ver si consigo hacerme a esto.

La historia del mago que no supo ver.

Muchos mundos más allá, existió uno en el que la magia era el principal oficio para las personas importantes, y en el que los magos eran las influencias más poderosas a la hora de tomar decisiones. Uno de los más conocidos, por no decir el que más, era Raistlin. De aspecto ceñudo y picudo, su larga túnica morada precedía a su presencia, así como su barba, rizada y de colores entre el castaño de su cabellos y las canas que comenzaban a aparecer.

El motivo por el cual estaba tan reconocido era claro: Su obsesión por el estudio y el conocimiento. Pocos magos han conocido algo más que los libros en los que se enfrascan, pero ninguno como Raistlin, quién decidió, ya desde joven, abstraerse de todos los temas que a él le parecían mundanos, sumergiéndose aún más en el mundo de la magia. Esto dio sus frutos con rapidez, provocando que, por aquel entonces, ya fuera un mago reconocido.

Raistlin era un personaje huraño, que prefería la compañía de un buen libro a una buena charla. De pocas palabras cuando tenía que utilizarlas y de frases cortas y escuetas, no se podía esperar nada más allá que un mero saludo y una gélida y cortés despedida. No cambió su carácter un ápice con el paso de las décadas (puesto que los magos envejecían de forma más lenta), y vivía oculto en lo profundo del bosque, en el interior de un hueco de un anciano roble modificado mágicamente para tener una casa amplia.

Sin embargo, un día ocurrió algo muy extraño: Cuando se levantó de su catre, Raistlin se encontró con dos personas frente a él, observándole como si llevasen toda la vida allí. Una era una mujer. La otra, un niño de unos diez años. La primera era bella, de aspecto delicado y rasgos dulces, y sus ojos almendrados continuaban fijos en los del anciano mago. El segundo era un niño de pelo castaño y revoltoso, con unos ojos chispeantes y sonrisa pícara y curiosa.

Aunque eso, a Raistlin, no le importó lo más mínimo. Extendió ambas manos hacia ellos en señal de clara amenaza, y los taladró a ambos con su huraña mirada:

-¿Quiénes sois? -Inquirió, amenazante.

No obtuvo respuesta, y Raistlin no dudó. Lanzó un hechizo para transformarlos en ovejas por el atrevimiento que habían tenido... Sin éxito. Ambos seguían ahí, frente a él y sin decir absolutamente nada. probó una, otra y otra vez, y sus ojos se abrieron cada vez más conforme veía los fracasos. ¿Eran magos tan poderosos, o era él, que no tenía un buen día?

Tras pensarlo detenidamente pasó por su lado como una exhalación. No podía echarles, pero si se marchaba probablemente le seguirían. Y así fue, la mujer y el niño le siguieron sin variar un ápice las expresiones de sus rostros. Raistlin aprovechó para cerrar la casa con un complejo encantamiento y, en cuanto terminó, una bruma morada le rodeó y se convirtió en un lobo. El anciano mago echó a correr en su forma lobuna, buscando así despistarlos.

Pero cual fue su sorpresa cuando, tras varias horas corriendo y exhausto, se encontró con ambos de nuevo. Retrocedió un par de pasos, enfadado, asustado y sorprendido a la vez, para instantáneamente dar media vuelta e intentar perderles de vista:

-¡Dejadme en paz, malditos.!

Pero no le dejaron en paz. Raistlin visitó la ciudad e intentó perderles por los callejones, se internó en los más profundo del bosque, por lugares que solo él conocía, y tanto la mujer como el niño seguían a su espalda, observándolo fijamente. Fue entonces cuando el anciano mago tomó una decisión drástica.

Volvió a su casa lo más rápido que su magia le permitió, y bajo la atenta mirada de ambos extraños hizo un pequeño fardo que realmente era muy grande y se lo echó a la espalda. Emprendió el viaje por todo el mundo con un claro objetivo: Perderles de vista. Muchos reinos fueron los que recorrió, y varias veces lo hizo a lo largo de las décadas, incluso de los siglos. Su cuerpo envejecía, y su pelo se tornó ya del todo gris, apareciendo las arrugas de la vejez en su rostro...

Pero ellos no cambiaban. Seguían jóvenes, aparentemente inmortales, con las mismas sonrisas y miradas, siempre a su espalda. Conforme pasaban los años Raistilin comenzó a desistir, a rendirse y comprender que no iban a dejarle en paz hasta que el cosmos decidiera llevárselo de una vez. Era como una especie de maldición, de castigo supremo que le habían obligado a superar, fracasando en el intento.

Así, y tras otro tiempo más, el día de la muerte de Raistlin llegó. Tumbado en un catre y tapado con pieles que solo dejaban visible parte de su rostro, la agitada respiración del mago hizo un último esfuerzo. Necesitaba saberlo antes de morir para así, al menos, quedarse tranquilo y descansar en paz:

-¿Q-Quienes... S... Sois...? -Musitó en apenas un susurro lastimero. Nadie se acordaba ya del viejo y poderoso Raistlin y nadie, por tanto, había acudido a sus últimas horas. Lo comprendía, puesto que intentó muchas veces explicar lo que le pasaba, tomándole sus amigos por majadero que había perdido el norte y el juicio.

No esperó nada más, pero, sorprendentemente, la mujer entreabrió los labios, dejando de sonreír por primera vez, y una voz dulce y cantarina emergió de sus labios:

-Yo soy la mujer que nunca tuviste.

Luego, y sin haberle dado tiempo al anciano mago a recuperarse de la sorpresa (o la broma), iniciales, fue el niño quién repitió el mismo proceso:

-Y yo el hijo que nunca tuviste.

Fue entonces cuando algo extraño ocurrió. El aura del niño pareció agrandarse, delatando un potencial y una bondad que ni Raistlin había tenido en sus mejores tiempos. A su vez, la mujer volvió a sonreír con dulzura, la dulzura con la que una esposa enamorada observaba a su marido.

En ese momento Raistlin comprendió. Se había pasado la vida entera huyendo de sus propios seres queridos, unos que no tuvo por su afán de conocimiento. No vio en ningún momento la realidad, no supo ver que, en este mundo, la magia no lo era todo. De poco servía ya, su vida comenzaba a apagarse y sus ojos, humedecidos por el arrepentimiento, no atisbaban demasiado:

-H- hijo... E-esposa... - Alzó la mano en su dirección, buscando una caricia, un efímero contacto que le permitiera irse tranquilo... Pero, entonces, una fuerte sacudida le hizo doblarse por entero, y su cuerpo comenzó a levitar. un halo plateado y dorado le envolvió hasta tal punto que resultó casi cegador. Sus ojos se cerraron...

Y, para cuando volvió a abrirlos, estaba en mitad del campo, a apenas unos pocos metros de una pequeña cabaña de campesinos. Observó boquiabierto la zona. La reconocía, había estado allí hace muchos años, cuando aún era joven.

Tardó en digerir lo que había sucedido. Se observó las manos, nudosas pero jóvenes, y el cabello, de un claro color castaño. Raistlin no comprendía qué había sucedido, qué magia tan sumamente poderosa le había permitido viajar en el tiempo. Tampoco se lo preguntó demasiado, ya que, en ese mismo instante, una joven salió de la cabaña con una cesta entre sus manos.

Era ella. Igual que la recordaba, con su sonrisa dulce y apacible, siendo feliz con lo que tenía. La mujer tropezó con una piedra, y la cesta, con toda la ropa sucia incluida, fue a parar al césped. Raistlin no dudó, y dejando atrás su tacañería y su actitud huraña, se acercó a ayudarla.

Fue el principio de una hermosa relación. La atracción y el posterior amor fueron mutuos, y ambos se casaron pasados unos años. Un par de años después, nació un niño de mirada pícara y curiosa y con el pelo castaño de su padre. Raistlin no abandonó la magia y se la enseñó a su hijo...

Quién se convirtió, gracias al arrepentimiento de su padre, en el mago que después salvaría el mundo de la amenaza de la oscuridad. Así, el mago que no supo ver "vio" por fin la realidad y, como recompensa, obtuvo la mayor felicidad que jamás podría haber imaginado...

Una que ni los libros habían podido darle.
viernes, 22 de octubre de 2010 | By: Oberón/Kendo

Anivia, la solitaria.

Anivia era una bruja. Sí, uno de esos seres que con su mera presencia acobardan al más temido, y con dos meras palabras es capaz de convertir a un hombre hecho y derecho, en un sapo. Era una bruja poderosa, y vivía en lo alto de una rocosa montaña, oculta en una oscura cueva, teniendo como únicas compañías las estalactitas y los murciélagos que, por la noche, abandonaban el lugar en busca de algo que cenar.

Sin embargo, Anivia no era como muchas de sus hermanas. La gran mayoría de brujas preferían la soledad de sus escondrijos para, en ellas, fabricar todo tipo de pociones y ungüentos con diversas utilidades, prioritariamente malvadas. Pero Anivia detestaba esa soledad. Nunca supo exactamente  por qué, pero, pocos meses después de instaurarse en la cueva, esta se le hizo cada vez más grande, y más, y más...

Por ello mismo, una vez cada medio año, bajaba por la ladera de la montaña, subida en su escoba voladora como buena bruja que era, con el objetivo de llegar al pueblo. Lo único que la separaba una vez bajaba era un frondoso bosque. Antes de entrar dejaba la escoba a buen recaudo, puesto que Anivia no quería que nadia la tocara. Atravesaba el bosque a pie, su nariz picuda olisqueando el ambiente, y sus ojos, aguileños y oscuros, pensando en lo que se iba a encontrar.

Seguramente os preguntaréis cual era el objetivo de la bruja... ¿Raptar a niños para cenárselos? ¿Robar sangre de alguna joven para alguna de sus pócimas? Si habéis pensado eso os estáis equivocando: El objetivo de Anivia era, sorprendentemente, encontrar el amor, pensando que, así, se acabaría su soledad. Los medios, por tanto, no importaban (o al menos eso creía ella, claro está). El miedo que se le tenía le permitía pasearse por el pueblo de forma impune, pero Anivia nunca encontraba lo que buscaba. Nada más llegaba el día las tiendas cerraban antes de hora, todas las puertas se cerraban y el pueblo parecía convertirse en una ciudad fantasma. La bruja tocaba  todas las puertas, pero nunca obtenía respuesta. Para colmo de males, las pocas veces que se encontraba a álgún despistado éste temblaba tanto que apenas podía tenerse en pie.

Así, Anivia continuaba sola. Los años pasaban y pasaban, y la longevidad de la bruja resultaba cada vez más desesperante. No dejó de bajar nunca, pero con el paso de los años y los continuos intentos, cada vez era menos temida.

Sin embargo, una de esas noches, algo extraño ocurrió: Iba paseando por el bosque como siempre, cuando el ruido del crujir de unas ramitas llamó su atención:
- ¿Quién anda ahi?
Preguntó la bruja con su raspada voz. A los pocos segundos, y de detrás de un árbol, asomó un joven. A Anivia le pareció sumamente bello: Cabello castaño, largo y ondulado, rostro suave y delicado enmarcado por unos ojos color miel y un cuerpo atlético. Anivia desconfió, penetrándolo con la mirada. El joven no dijo nada, limitándose únicamente a sonreír y realizar un pequeño gesto, indicándole que le siguiera.

La condujo hasta el final del bosque y los lindes del pueblo, un camino que Anivia se sabía de memoria tras tantos viajes. Cuando se dispuso a preguntarle  por qué no había huido ni temblado,  por qué había sonreído, el joven ya no estaba. Desapareció tan rápido como había aparecido.

La bruja volvió a intentarlo en el pueblo, pero en su mente no dejaba de aparecer, como si fuese una casualidad del destino, el joven de pelo castaño. Volvió a subir a la soledad de su montaña, y los años continuaron pasando, cinco, diez... Poco importaba. Volvía a bajar, una, otra y otra vez, y en algunas ocasiones volvía a encontrarse con el misterioso joven. Silencio obtenía a sus preguntas, y cortesía, educación y amabilidad obtenía Anivia de sus malos gestos, amenazas e improperios. Así, Anivia comenzó a sentir algo extraño, cálido y nuevo, algo que, si bien no alcanzaba a comprender, le resultaba agradable... Ese "algo" era gratitud por paliar su soledad aunque solo hubiera sido unos minutos, entremezclada con algo más que ni ella misma atisbaba a ver y que se hacía más potente con cada encuentro.

Una noche, Anivia visitaba de nuevo el pueblo. Definitivamente había perdido todo el respeto, y quedó demostrado cuando unos niños comenzaron a increparla:

-¡Bruja, bruja! -Exclamaron los chiquillos, comenzando a tirarle piedras por mera diversión. La bruja recibió una, dos, incluso hasta tres, pensando que se las merecía por incrédula... Pero la cuarta, misteriosamente, no llegó. Cuando alzó la mirada se encontró con ese mismo joven de hace casi diez años haciendo de escudo, ahuyentando a los niños con una mirada fiera. A Anivia pareció parársele el corazón al verlo. Tenía tantas preguntas, tantas incógnitas, que ahora que veía las respuestas delante no sabía por donde empezar. Tampoco importó, ya que, para cuando fue a hablar, el joven se giró, esbozó la misma sonrisa de siempre y, de nuevo, le indicó que le siguiera.

Anivia, sin entender por qué, y movida por una extraña sensación en el pecho, echó a andar tras el chico. Pasaron días caminando, cruzando el bosque y bordeando la ladera de la montaña, yendo más allá, a los lindes del reino. El viaje no parecía terminar, y cuando la desconfianza de Anivia parecía hacerse un hueco, el joven se detuvo en una rocosa montaña. Una pequeña ladera empinada indicaba el camino de subida, un camino que el joven emprendió con ganas. Anivia volvió a seguirle, queriendo saciar su curiosidad y, al menos, saber el nombre de quién la había defendido y tratado con amabilidad.

Tras un par de horas de ascenso alcanzaron una entrada entre la rocosa montaña. La cruzaron (no sin dificultades),y fue entonces cuando Anivia quedó boquiabierta: Un redondo claro se extendía ante sus ojos, de suelo blanco por la fina cortina de nieve que caía. Justo en el centro se encontraba una especie de mansión, toda construida con roca, de aspecto antiguo y ciertamente misteriosa. El joven echó a andar ante una Anivia paralizada, girándose hacia ella cuando alcanzó la entrada. Alzo ambas manos, y entonces...

¡PUM! Una esfera de luz rodeó al chico, y un estallido sonó a lo largo y ancho de todo el claro. Una explosión de colores se sucedió y, para cuando la luz, el color y la esfera desaparecieron, lo que quedó delante de Anivia era otra cosa muy distinta: Un brujo.

Apenas alcanzaba el metro sesenta, tenía una nariz chata y llena de pequeñas verrugas, joroba y el pelo lacio y gris. Era más feo que la propia Anivia y que incluso otros brujos y, aún así, su sonrisa no se borró. Anivia se encontraba demasiado shockeada como para decir algo, y por ello mismo fue el brujo quién hablo:

-Anivia... Mi nombre es Valenthor. Como ves, soy un brujo, como tú. Te he estado observando, y... -Valentor comenzó a hacer circulitos con uno de sus pies, visiblemente nervioso. -Sé cómo te sientes. Yo también estoy solo, ya ves el por qué... Pero no he buscado el consuelo dónde tú lo has intentado. Oí hablar de una bruja que vivía más allá, en el Este, que bajaba una vez cada medio año en busca de su amor. Me costó creérmelo, pero aún así decidí ir a comprobarlo por mí mismo... Y te encontré. Quizá te percatases de la presencia ocasional de un cuervo negro.

Valenthor guardó silencio un par de segundos para, de nuevo, volver a explicarse:

-Te he visitado muchas noches. Sé cómo eres, qué piensas y lo que dices cuando te encuentras a solas... -No dijo, por ejemplo, que la había visto llorar y maldecir su condición y su aspecto, puesto que iba incluido y habría sido ofensivo. -Tenía miedo de que me vieses así, como soy y de repente, por lo que opté por coger ese... Aspecto que has visto. Lo que quería decirte es que... No tienes por qué estar sola. Nadie se merece la soledad, ni tú, ni yo, ni nadie. Por ello mismo me gustaría que... Que... Que te quedaras conmigo.

La petición fue clara, y los sentimientos de Valenthor también quedaron claros en su voz y su mirada. Tras años observándola se había enamorado de la peculiar personalidad de Anivia, y compadecido ante el sufrimiento que la bruja había experimentado.

Lo primero que recibió como respuesta, sin embargo, fue un soberano tortazo. Su rostro giró, como movido por un resorte, y se enrojecieron sus mejillas prácticamente al instante. Abrió la boca como un pasmarote, y esta vez fue Anivia, con los ojos brillantes, quién habló:

-Eso por hacerte pasar por quién no eres. -Musitó con la voz algo más rasposa de lo habitual, comprendiendo lo que le había sucedido. Tenía un aspecto distinto, sí, pero todos los gestos que tuvo con ella, desde la mera sonrisa hasta protegerla de unas piedras, todos esos paseos por el bosque, se los había brindado él. Y eso era lo que la había enamorado, no un aspecto. Dos lágrimas abandonaron defitinivamente sus ojos y resbalaron por sus arrugadas mejillas. Anivia emitió un quejido, puesto que no lloraba por tristeza: Lloraba de felicidad.

Instantáneamente se echó a los brazos de Valenthor, fundiéndose en un abrazo que había tardado décadas en llegar. A ambos les supo a gloria y, aún hoy en día, se sigue contado la historia de Anivia y Valenthor, dos brujos que, en su soledad y el temor que generaban en los demás, encontraron el respaldo, la confianza y el amor el uno en el otro. Algunos dicen que murieron juntos después de siglos de felicidad, y otros insinúan que siguen vivos, conviviendo en ese misterioso claro ya eliminado todo rastro de soledad en ambos corazones...

Sin embargo, lo único que importa es una cosa: Este cuento se ha acabado.

Es extenso, sí, pero es una de las primeras muestras de aquello que pretendo conseguir. Espero que os guste, y ahora, os dejo una pregunta: ¿Cuál creéis que es el propósito o la moraleja de este cuento?

En vuestras manos está la respuesta.

Bienvenidos al mundo de la Fantasía

Un...

Dos...

Tres...

Fantasía. Con esta palabra podría resumir este blog, así como todo lo escrito que va a haber en él. En un mundo regido por lo material, ¿quién no ha deseado alguna vez viajar, de repente, siglos atrás o a mundos distintos, esos en los que existen criaturas increíbles, personajes singulares y magia por doquier?

La respuesta a esa pregunta no puedo darla yo, puesto que únicamente me encargaré de intentar, bajo mis humildes manos, trasladaros lo más posible a esos mundos que os estoy citando mediante el viejo y exquisito arte de contar. He de reconocer que tengo a mis duendes ayudándome en tal tarea, así como a mi querida Titania, ya que, sin ella, esto no podría ser posible (soy una persona muy volátil, y hay que estar encima mía para conseguir que haga algo. Nadie es perfecto.)

Creo que no me entretendré más en esta entrada. Únicamente añadiré que, cuando os sintáis angustiados, cansados, tristes o deprimidos, os pareis a mirar este blog y leer aquello que os dedico... Puede que aprendáis algo, puede que no, pero intentaré que, al menos, una sonrisa dibujéis.