viernes, 22 de octubre de 2010 | By: Oberón/Kendo

Anivia, la solitaria.

Anivia era una bruja. Sí, uno de esos seres que con su mera presencia acobardan al más temido, y con dos meras palabras es capaz de convertir a un hombre hecho y derecho, en un sapo. Era una bruja poderosa, y vivía en lo alto de una rocosa montaña, oculta en una oscura cueva, teniendo como únicas compañías las estalactitas y los murciélagos que, por la noche, abandonaban el lugar en busca de algo que cenar.

Sin embargo, Anivia no era como muchas de sus hermanas. La gran mayoría de brujas preferían la soledad de sus escondrijos para, en ellas, fabricar todo tipo de pociones y ungüentos con diversas utilidades, prioritariamente malvadas. Pero Anivia detestaba esa soledad. Nunca supo exactamente  por qué, pero, pocos meses después de instaurarse en la cueva, esta se le hizo cada vez más grande, y más, y más...

Por ello mismo, una vez cada medio año, bajaba por la ladera de la montaña, subida en su escoba voladora como buena bruja que era, con el objetivo de llegar al pueblo. Lo único que la separaba una vez bajaba era un frondoso bosque. Antes de entrar dejaba la escoba a buen recaudo, puesto que Anivia no quería que nadia la tocara. Atravesaba el bosque a pie, su nariz picuda olisqueando el ambiente, y sus ojos, aguileños y oscuros, pensando en lo que se iba a encontrar.

Seguramente os preguntaréis cual era el objetivo de la bruja... ¿Raptar a niños para cenárselos? ¿Robar sangre de alguna joven para alguna de sus pócimas? Si habéis pensado eso os estáis equivocando: El objetivo de Anivia era, sorprendentemente, encontrar el amor, pensando que, así, se acabaría su soledad. Los medios, por tanto, no importaban (o al menos eso creía ella, claro está). El miedo que se le tenía le permitía pasearse por el pueblo de forma impune, pero Anivia nunca encontraba lo que buscaba. Nada más llegaba el día las tiendas cerraban antes de hora, todas las puertas se cerraban y el pueblo parecía convertirse en una ciudad fantasma. La bruja tocaba  todas las puertas, pero nunca obtenía respuesta. Para colmo de males, las pocas veces que se encontraba a álgún despistado éste temblaba tanto que apenas podía tenerse en pie.

Así, Anivia continuaba sola. Los años pasaban y pasaban, y la longevidad de la bruja resultaba cada vez más desesperante. No dejó de bajar nunca, pero con el paso de los años y los continuos intentos, cada vez era menos temida.

Sin embargo, una de esas noches, algo extraño ocurrió: Iba paseando por el bosque como siempre, cuando el ruido del crujir de unas ramitas llamó su atención:
- ¿Quién anda ahi?
Preguntó la bruja con su raspada voz. A los pocos segundos, y de detrás de un árbol, asomó un joven. A Anivia le pareció sumamente bello: Cabello castaño, largo y ondulado, rostro suave y delicado enmarcado por unos ojos color miel y un cuerpo atlético. Anivia desconfió, penetrándolo con la mirada. El joven no dijo nada, limitándose únicamente a sonreír y realizar un pequeño gesto, indicándole que le siguiera.

La condujo hasta el final del bosque y los lindes del pueblo, un camino que Anivia se sabía de memoria tras tantos viajes. Cuando se dispuso a preguntarle  por qué no había huido ni temblado,  por qué había sonreído, el joven ya no estaba. Desapareció tan rápido como había aparecido.

La bruja volvió a intentarlo en el pueblo, pero en su mente no dejaba de aparecer, como si fuese una casualidad del destino, el joven de pelo castaño. Volvió a subir a la soledad de su montaña, y los años continuaron pasando, cinco, diez... Poco importaba. Volvía a bajar, una, otra y otra vez, y en algunas ocasiones volvía a encontrarse con el misterioso joven. Silencio obtenía a sus preguntas, y cortesía, educación y amabilidad obtenía Anivia de sus malos gestos, amenazas e improperios. Así, Anivia comenzó a sentir algo extraño, cálido y nuevo, algo que, si bien no alcanzaba a comprender, le resultaba agradable... Ese "algo" era gratitud por paliar su soledad aunque solo hubiera sido unos minutos, entremezclada con algo más que ni ella misma atisbaba a ver y que se hacía más potente con cada encuentro.

Una noche, Anivia visitaba de nuevo el pueblo. Definitivamente había perdido todo el respeto, y quedó demostrado cuando unos niños comenzaron a increparla:

-¡Bruja, bruja! -Exclamaron los chiquillos, comenzando a tirarle piedras por mera diversión. La bruja recibió una, dos, incluso hasta tres, pensando que se las merecía por incrédula... Pero la cuarta, misteriosamente, no llegó. Cuando alzó la mirada se encontró con ese mismo joven de hace casi diez años haciendo de escudo, ahuyentando a los niños con una mirada fiera. A Anivia pareció parársele el corazón al verlo. Tenía tantas preguntas, tantas incógnitas, que ahora que veía las respuestas delante no sabía por donde empezar. Tampoco importó, ya que, para cuando fue a hablar, el joven se giró, esbozó la misma sonrisa de siempre y, de nuevo, le indicó que le siguiera.

Anivia, sin entender por qué, y movida por una extraña sensación en el pecho, echó a andar tras el chico. Pasaron días caminando, cruzando el bosque y bordeando la ladera de la montaña, yendo más allá, a los lindes del reino. El viaje no parecía terminar, y cuando la desconfianza de Anivia parecía hacerse un hueco, el joven se detuvo en una rocosa montaña. Una pequeña ladera empinada indicaba el camino de subida, un camino que el joven emprendió con ganas. Anivia volvió a seguirle, queriendo saciar su curiosidad y, al menos, saber el nombre de quién la había defendido y tratado con amabilidad.

Tras un par de horas de ascenso alcanzaron una entrada entre la rocosa montaña. La cruzaron (no sin dificultades),y fue entonces cuando Anivia quedó boquiabierta: Un redondo claro se extendía ante sus ojos, de suelo blanco por la fina cortina de nieve que caía. Justo en el centro se encontraba una especie de mansión, toda construida con roca, de aspecto antiguo y ciertamente misteriosa. El joven echó a andar ante una Anivia paralizada, girándose hacia ella cuando alcanzó la entrada. Alzo ambas manos, y entonces...

¡PUM! Una esfera de luz rodeó al chico, y un estallido sonó a lo largo y ancho de todo el claro. Una explosión de colores se sucedió y, para cuando la luz, el color y la esfera desaparecieron, lo que quedó delante de Anivia era otra cosa muy distinta: Un brujo.

Apenas alcanzaba el metro sesenta, tenía una nariz chata y llena de pequeñas verrugas, joroba y el pelo lacio y gris. Era más feo que la propia Anivia y que incluso otros brujos y, aún así, su sonrisa no se borró. Anivia se encontraba demasiado shockeada como para decir algo, y por ello mismo fue el brujo quién hablo:

-Anivia... Mi nombre es Valenthor. Como ves, soy un brujo, como tú. Te he estado observando, y... -Valentor comenzó a hacer circulitos con uno de sus pies, visiblemente nervioso. -Sé cómo te sientes. Yo también estoy solo, ya ves el por qué... Pero no he buscado el consuelo dónde tú lo has intentado. Oí hablar de una bruja que vivía más allá, en el Este, que bajaba una vez cada medio año en busca de su amor. Me costó creérmelo, pero aún así decidí ir a comprobarlo por mí mismo... Y te encontré. Quizá te percatases de la presencia ocasional de un cuervo negro.

Valenthor guardó silencio un par de segundos para, de nuevo, volver a explicarse:

-Te he visitado muchas noches. Sé cómo eres, qué piensas y lo que dices cuando te encuentras a solas... -No dijo, por ejemplo, que la había visto llorar y maldecir su condición y su aspecto, puesto que iba incluido y habría sido ofensivo. -Tenía miedo de que me vieses así, como soy y de repente, por lo que opté por coger ese... Aspecto que has visto. Lo que quería decirte es que... No tienes por qué estar sola. Nadie se merece la soledad, ni tú, ni yo, ni nadie. Por ello mismo me gustaría que... Que... Que te quedaras conmigo.

La petición fue clara, y los sentimientos de Valenthor también quedaron claros en su voz y su mirada. Tras años observándola se había enamorado de la peculiar personalidad de Anivia, y compadecido ante el sufrimiento que la bruja había experimentado.

Lo primero que recibió como respuesta, sin embargo, fue un soberano tortazo. Su rostro giró, como movido por un resorte, y se enrojecieron sus mejillas prácticamente al instante. Abrió la boca como un pasmarote, y esta vez fue Anivia, con los ojos brillantes, quién habló:

-Eso por hacerte pasar por quién no eres. -Musitó con la voz algo más rasposa de lo habitual, comprendiendo lo que le había sucedido. Tenía un aspecto distinto, sí, pero todos los gestos que tuvo con ella, desde la mera sonrisa hasta protegerla de unas piedras, todos esos paseos por el bosque, se los había brindado él. Y eso era lo que la había enamorado, no un aspecto. Dos lágrimas abandonaron defitinivamente sus ojos y resbalaron por sus arrugadas mejillas. Anivia emitió un quejido, puesto que no lloraba por tristeza: Lloraba de felicidad.

Instantáneamente se echó a los brazos de Valenthor, fundiéndose en un abrazo que había tardado décadas en llegar. A ambos les supo a gloria y, aún hoy en día, se sigue contado la historia de Anivia y Valenthor, dos brujos que, en su soledad y el temor que generaban en los demás, encontraron el respaldo, la confianza y el amor el uno en el otro. Algunos dicen que murieron juntos después de siglos de felicidad, y otros insinúan que siguen vivos, conviviendo en ese misterioso claro ya eliminado todo rastro de soledad en ambos corazones...

Sin embargo, lo único que importa es una cosa: Este cuento se ha acabado.

Es extenso, sí, pero es una de las primeras muestras de aquello que pretendo conseguir. Espero que os guste, y ahora, os dejo una pregunta: ¿Cuál creéis que es el propósito o la moraleja de este cuento?

En vuestras manos está la respuesta.

1 comentarios:

Favnia dijo...

Precioso... Tanto como me lo pareció aquella noche en la que, refugiándonos del frío bajo el edredón y con el abrigo de nuestros brazos, me lo contaste al oído, para ayudarme a conciliar el sueño...

Has sabido mantener esa magia, esa esencia, al escribirla aquí, aún con las posibles correciones que puedan o no necesitar otros aspectos. Y eso es lo importante, que sigue siendo tan mágico y hermoso como la vez primera.

Respecto a la moraleja no diré nada, ya lo dije aquella noche, poco antes de quedar dormida... Eso lo dejo para los lectores que (espero) vayas teniendo poco a poco.

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