domingo, 24 de octubre de 2010 | By: Oberón/Kendo

La historia del mago que no supo ver.

Muchos mundos más allá, existió uno en el que la magia era el principal oficio para las personas importantes, y en el que los magos eran las influencias más poderosas a la hora de tomar decisiones. Uno de los más conocidos, por no decir el que más, era Raistlin. De aspecto ceñudo y picudo, su larga túnica morada precedía a su presencia, así como su barba, rizada y de colores entre el castaño de su cabellos y las canas que comenzaban a aparecer.

El motivo por el cual estaba tan reconocido era claro: Su obsesión por el estudio y el conocimiento. Pocos magos han conocido algo más que los libros en los que se enfrascan, pero ninguno como Raistlin, quién decidió, ya desde joven, abstraerse de todos los temas que a él le parecían mundanos, sumergiéndose aún más en el mundo de la magia. Esto dio sus frutos con rapidez, provocando que, por aquel entonces, ya fuera un mago reconocido.

Raistlin era un personaje huraño, que prefería la compañía de un buen libro a una buena charla. De pocas palabras cuando tenía que utilizarlas y de frases cortas y escuetas, no se podía esperar nada más allá que un mero saludo y una gélida y cortés despedida. No cambió su carácter un ápice con el paso de las décadas (puesto que los magos envejecían de forma más lenta), y vivía oculto en lo profundo del bosque, en el interior de un hueco de un anciano roble modificado mágicamente para tener una casa amplia.

Sin embargo, un día ocurrió algo muy extraño: Cuando se levantó de su catre, Raistlin se encontró con dos personas frente a él, observándole como si llevasen toda la vida allí. Una era una mujer. La otra, un niño de unos diez años. La primera era bella, de aspecto delicado y rasgos dulces, y sus ojos almendrados continuaban fijos en los del anciano mago. El segundo era un niño de pelo castaño y revoltoso, con unos ojos chispeantes y sonrisa pícara y curiosa.

Aunque eso, a Raistlin, no le importó lo más mínimo. Extendió ambas manos hacia ellos en señal de clara amenaza, y los taladró a ambos con su huraña mirada:

-¿Quiénes sois? -Inquirió, amenazante.

No obtuvo respuesta, y Raistlin no dudó. Lanzó un hechizo para transformarlos en ovejas por el atrevimiento que habían tenido... Sin éxito. Ambos seguían ahí, frente a él y sin decir absolutamente nada. probó una, otra y otra vez, y sus ojos se abrieron cada vez más conforme veía los fracasos. ¿Eran magos tan poderosos, o era él, que no tenía un buen día?

Tras pensarlo detenidamente pasó por su lado como una exhalación. No podía echarles, pero si se marchaba probablemente le seguirían. Y así fue, la mujer y el niño le siguieron sin variar un ápice las expresiones de sus rostros. Raistlin aprovechó para cerrar la casa con un complejo encantamiento y, en cuanto terminó, una bruma morada le rodeó y se convirtió en un lobo. El anciano mago echó a correr en su forma lobuna, buscando así despistarlos.

Pero cual fue su sorpresa cuando, tras varias horas corriendo y exhausto, se encontró con ambos de nuevo. Retrocedió un par de pasos, enfadado, asustado y sorprendido a la vez, para instantáneamente dar media vuelta e intentar perderles de vista:

-¡Dejadme en paz, malditos.!

Pero no le dejaron en paz. Raistlin visitó la ciudad e intentó perderles por los callejones, se internó en los más profundo del bosque, por lugares que solo él conocía, y tanto la mujer como el niño seguían a su espalda, observándolo fijamente. Fue entonces cuando el anciano mago tomó una decisión drástica.

Volvió a su casa lo más rápido que su magia le permitió, y bajo la atenta mirada de ambos extraños hizo un pequeño fardo que realmente era muy grande y se lo echó a la espalda. Emprendió el viaje por todo el mundo con un claro objetivo: Perderles de vista. Muchos reinos fueron los que recorrió, y varias veces lo hizo a lo largo de las décadas, incluso de los siglos. Su cuerpo envejecía, y su pelo se tornó ya del todo gris, apareciendo las arrugas de la vejez en su rostro...

Pero ellos no cambiaban. Seguían jóvenes, aparentemente inmortales, con las mismas sonrisas y miradas, siempre a su espalda. Conforme pasaban los años Raistilin comenzó a desistir, a rendirse y comprender que no iban a dejarle en paz hasta que el cosmos decidiera llevárselo de una vez. Era como una especie de maldición, de castigo supremo que le habían obligado a superar, fracasando en el intento.

Así, y tras otro tiempo más, el día de la muerte de Raistlin llegó. Tumbado en un catre y tapado con pieles que solo dejaban visible parte de su rostro, la agitada respiración del mago hizo un último esfuerzo. Necesitaba saberlo antes de morir para así, al menos, quedarse tranquilo y descansar en paz:

-¿Q-Quienes... S... Sois...? -Musitó en apenas un susurro lastimero. Nadie se acordaba ya del viejo y poderoso Raistlin y nadie, por tanto, había acudido a sus últimas horas. Lo comprendía, puesto que intentó muchas veces explicar lo que le pasaba, tomándole sus amigos por majadero que había perdido el norte y el juicio.

No esperó nada más, pero, sorprendentemente, la mujer entreabrió los labios, dejando de sonreír por primera vez, y una voz dulce y cantarina emergió de sus labios:

-Yo soy la mujer que nunca tuviste.

Luego, y sin haberle dado tiempo al anciano mago a recuperarse de la sorpresa (o la broma), iniciales, fue el niño quién repitió el mismo proceso:

-Y yo el hijo que nunca tuviste.

Fue entonces cuando algo extraño ocurrió. El aura del niño pareció agrandarse, delatando un potencial y una bondad que ni Raistlin había tenido en sus mejores tiempos. A su vez, la mujer volvió a sonreír con dulzura, la dulzura con la que una esposa enamorada observaba a su marido.

En ese momento Raistlin comprendió. Se había pasado la vida entera huyendo de sus propios seres queridos, unos que no tuvo por su afán de conocimiento. No vio en ningún momento la realidad, no supo ver que, en este mundo, la magia no lo era todo. De poco servía ya, su vida comenzaba a apagarse y sus ojos, humedecidos por el arrepentimiento, no atisbaban demasiado:

-H- hijo... E-esposa... - Alzó la mano en su dirección, buscando una caricia, un efímero contacto que le permitiera irse tranquilo... Pero, entonces, una fuerte sacudida le hizo doblarse por entero, y su cuerpo comenzó a levitar. un halo plateado y dorado le envolvió hasta tal punto que resultó casi cegador. Sus ojos se cerraron...

Y, para cuando volvió a abrirlos, estaba en mitad del campo, a apenas unos pocos metros de una pequeña cabaña de campesinos. Observó boquiabierto la zona. La reconocía, había estado allí hace muchos años, cuando aún era joven.

Tardó en digerir lo que había sucedido. Se observó las manos, nudosas pero jóvenes, y el cabello, de un claro color castaño. Raistlin no comprendía qué había sucedido, qué magia tan sumamente poderosa le había permitido viajar en el tiempo. Tampoco se lo preguntó demasiado, ya que, en ese mismo instante, una joven salió de la cabaña con una cesta entre sus manos.

Era ella. Igual que la recordaba, con su sonrisa dulce y apacible, siendo feliz con lo que tenía. La mujer tropezó con una piedra, y la cesta, con toda la ropa sucia incluida, fue a parar al césped. Raistlin no dudó, y dejando atrás su tacañería y su actitud huraña, se acercó a ayudarla.

Fue el principio de una hermosa relación. La atracción y el posterior amor fueron mutuos, y ambos se casaron pasados unos años. Un par de años después, nació un niño de mirada pícara y curiosa y con el pelo castaño de su padre. Raistlin no abandonó la magia y se la enseñó a su hijo...

Quién se convirtió, gracias al arrepentimiento de su padre, en el mago que después salvaría el mundo de la amenaza de la oscuridad. Así, el mago que no supo ver "vio" por fin la realidad y, como recompensa, obtuvo la mayor felicidad que jamás podría haber imaginado...

Una que ni los libros habían podido darle.

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